Qoria, de Óscar Pérez. Clic para ampliar
Lauka recordaba bien el día que Padre le explicó por qué siempre pasarían hambre.
—¿Sabes por qué Qoria tiene
tantas islas, tantas que no se pueden contar?
Respondió lo único que podía
contestar un niño de ocho inviernos.
—Hace años, muchísimos, cuando el
abuelo del abuelo de tu abuelo aún no había nacido de la noche a la que un día
regresaremos, los qorios olvidaron a sus dioses: dioses antiguos, que
gobernaban las mareas y hacían caer el trueno del cielo.
»Por aquel entonces Qoria era
muy distinta: en los bosques había caza abundante, jabalíes tan grandes que
solo los hombres más valientes podían abatirlos, pero que saciaban de carne a
una familia por dos semanas; también venados de astas que parecían desafiar a
las ramas de los árboles, majestuosos, barbados como los hombres sabios. Los
mensajeros del rey cabalgaban por las planicies para llevar su voluntad a
cualquier rincón. Por los ríos navegaban nuestros barcos, que llevaban pieles
curtidas a otras naciones y traían manjares del continente.
»Pero todo eso cambió cuando a
Qoria llegaron dioses nuevos. Vinieron en las bocas de marinos procedentes de
Kara, en los corazones renovados de peregrinos, en los relatos de mercaderes
mientras vendían sus telas. Nombres nuevos que no pedían sangre sino palabras;
que no necesitaban sacrificios sino devoción. Se extendieron como el musgo por
una piedra. En menos de una generación los dioses antiguos agonizaban, pero uno
de ellos aún tenía fuerzas para demostrar a los qorios que los dioses no se toman
a bien ser desterrados al olvido.
Padre se detuvo un instante antes
de continuar. Puso los ojos en blanco un instante y luego le miró muy
fijamente, abrazándole con una mirada llena de compasión.
—Dhanor, dios del martillo, asió
el arma que utilizará cuando llegue el fin de los días y golpeó a Qoria con
ella, como golpea el herrero un hierro que empieza a torcerse. La tierra chilló
y se abrió. La sangre que corre por el mundo manó como ríos de fuego,
engulléndolo todo a su paso. Un mar airado vomitó olas y corrió libre por las
heridas de la tierra. Cuando los cielos se pudieron volver a atisbar a través
de la ceniza, bajo ellos se extendía una nación hecha pedazos. Qoria había
dejado de ser un lugar acogedor donde se encontraban el verde y el azul: se había
transformado en un millar de islas, un reflejo del cielo nocturno.
»Al cataclismo le siguió el caos.
Hombres ambiciosos se proclamaron reyes de pequeños archipiélagos e hicieron la
guerra entre ellos. Algunos se entregaron a la mar, diciendo que Qoria estaba
maldita. Muchos se quedaron, resueltos a aplacar a los dioses antiguos
derramando en su nombre toda la sangre que ellos habían reclamado. La tierra
dejó de ser generosa: en ella crecen árboles mustios y hierbajos, que sirven de
alimento a bestias de tiempos perdidos. También dejó de ser segura, pues nunca
se sabe cuándo un señor de la guerra va a poner sus ojos en un islote, por
insignificante que sea, para ganar una mínima ventaja en sus luchas de poder.
»Es por ello por lo que nuestra patria
tiene fronteras de espuma. Por eso hizo la mar tu abuelo, y su abuelo, y el de
este. Por eso la harás tú cuando tengas fuerza para blandir un hacha. Por eso
el terror tiene un nombre, y es el de nuestros dioses. ¿Lo has entendido?
Respondió que sí en silencio.
El batir del mar se convirtió en el
murmullo de cuya mano caminaba el tiempo. Cuando llegaba la primavera atracaban
en una isla pequeña, de playas oscuras y huertos humildes, donde Padre visitaba
a una mujer a la que entregaba pescado, carne seca, pieles y abalorios. Lauka
esperaba que algún día le llamase Madre, pero nunca ocurrió. Siempre que Padre
y la mujer conversaban en una habitación contigua a la suya, Padre le decía que
viajase con él, que aquel lugar defendido por media docena de lanzas no era
seguro. Ella se negaba. Gritaban; después la mujer lloraba, había un rato de
silencio y seguían gritando, aunque de otro modo, hasta quedarse dormidos.
En invierno viajaban al oeste,
esquivando las hostiles aguas de Grithar hasta adentrarse en Kara, pues el
imperio era grande y no podía defender todas sus costas. Un día muy frío vio
matar a Padre por primera vez: el hombre que defendía la playa era un guiñapo
escondido detrás de un escudo; Padre pateó la tabla con la que se protegía,
arrojándolo al suelo, y hundió su hacha en la arena a través del cráneo.
Mientras sus hombres se unían a él en la refriega, volvió la mirada hacia el
barco: Lauka tardó en reconocer a Padre en aquella figura hecha de pieles y
acero, a cuyos pies temblaba un cuerpo que tardó demasiado en detenerse por
completo. Después los hombres se perdieron entre la niebla. Luego llegaron los
alaridos.
Pasaron cuatro primaveras. Padre no murió
en batalla sino entre fiebres y su cuerpo fue arrojado al mar.
—Ahora tienes que ser un hombre —le
dijo uno de los marinos.
Lauka aprendió a pescar y curtir,
a coser redes, a navegar, a preguntarle su posición a las estrellas y su
destino a los vientos, a defender el barco de los monstruos marinos y a cerrar
heridas con aguja e hilo. Aprendió a manejar el hacha y a hacer temible su
lanzada, a arrojar una jabalina y recogerla antes de que aterrizase, a romper
una formación y a formar parte de un irreductible muro de escudos. Y a honrar a
los dioses. Bajaba del barco pronunciando sus nombres, aullaba loas a su gloria
mientras quebraba rodelas y cuerpos. Y cuando su propio vástago —hijo de una
mujer a la que iba a visitar cada primavera— tuvo suficiente edad y entendederas le contó la historia de Dhanor,
el airado Señor del martillo, que golpeó a Qoria como un herrero golpea al
hierro que se tuerce.
Y mientras aquel rostro menudo le
contemplaba en silencio, oyendo su historia de dioses y hombres, Lauka sintió un
calor que no podían darle las pieles.