martes, 2 de mayo de 2017

Grimdark, o la aceptación de la derrota

A medida que la sociedad occidental se adentraba en el turbulento S.XXI, marcado casi desde su nacimiento por la sed de venganza, el miedo paranoide y una creciente sensación de incertidumbre, hemos pasado de hacer de la fantasía algo que introduce una cuña en la realidad, una diferencia en la realidad, que plantea alternativas, propuestas e incluso, por infantil que resulte, escapismo, a dejar que la fantasía se impregne de realidad, a buscar activamente una fantasía más próxima, más “realista”. Pero, ¿qué entendemos por “realista”? ¿Qué entendemos, de hecho, por “realidad”? ¿Podemos abarcarla en su totalidad, podemos siquiera definir sus contornos con precisión? Por lo tanto, cuando decimos que sub-géneros como el grimdark tienen “más realidad”, ¿de qué hablamos exactamente?
La famosa máxima de Lyotard plantea que vivimos en un tiempo de máxima incredulidad frente a los grandes relatos, a los que el filósofo da por cerrados o, por decirlo en un término más crudo, por muertos. Lyotard empleaba la expresión “grandes relatos” para referirse fundamentalmente al marxismo, la única alternativa viable al sistema capitalista durante el S.XX. Con la caída del Muro y la hegemonía del capitalismo, vestido con el traje neoliberal, se dan por clausuradas las alternativas sociopolíticas: se asume la muerte de los relatos, la llegada de una nueva, global y definitiva hegemonía, de la cual gestionar sus diferencias identitarias y culturales, sus mecanismos técnicos y económicos, mediante la labor no de políticos sino de tecnócratas. Fukuyama clavetea la tapa del ataúd afirmando nada menos que el fin de la Historia.
Vivimos por tanto en un tiempo en el que no se contempla la existencia de alternativas. Como plantea Jameson, la ubicuidad de las películas referidas al apocalipsis y su prevalencia por encima de las historias utópicas tiene un motivo: es más fácil imaginar el fin del mundo que un mundo sin capitalismo. Sin embargo, dentro de la incredulidad presentada por Lyotard se da una credulidad absoluta: la del relato apocalíptico, del agotamiento y la catástrofe, la del dirigirse aceleradamente hacia el colapso, en una suerte de paso de la condición posmoderna a la condición póstuma que plantea Garcés. ¿Dónde ha quedado la tan repetida incredulidad, esa supuesta apertura de posibilidades, ese horizonte inabarcable en el que construir la subjetividad?
Esta aceptación crédula, dócil, de la hegemonía capitalista, esta derrota admitida en la elaboración de cualquier relato, se ha extendido a una aceptación igualmente crédula e igualmente dócil con respecto a la naturaleza humana. El capitalismo siempre ha gustado de presentar al ser humano en su faceta depredadora, defendiendo el potencial productivo de un supuesto núcleo animal, cruel, competitivo, amoral y nihilista en el interior del ser humano. Desde los yuppies de los años 80 a los paramilitares de los 90, desde los terroristas de principios de milenio a los gobiernos que declaran guerras, asesinan a supuestos narcotraficantes o reciben a palos a los refugiados, se ha construido una retórica acción-respuesta de la violencia, una necropolítica, basada en justificar la acción violenta no por su potencial revolucionario, sino precisamente para lo contrario: para asegurar la pervivencia del sistema, para garantizar que las cosas se mantienen como están, en nombre no del cambio radical o de la subjetividad, sino de la repetición acumulativa, la aceptación pasiva de una maldad nuclear que debe aceptarse, gestionarse para el beneficio propio o, incluso, admirarse.
La admiración de la violencia estructural es inherente al discurso capitalista. El capitalismo no abomina de la violencia fascista, del abuso totalitario, del dominio absoluto: echa mano de él en periodos de crisis. La retórica trumpiana, que celebra sin tapujos las acciones más duras de Duterte o Erdogan, con el beneplácito del Partido Republicano y de un porcentaje casi total del electorado, no es más que la forma visible de la admiración de la dureza, de la celebración de la brutalidad, en cuanto acoge la violencia intrínseca en el ser humano y la emplea de forma resuelta, indiscriminada. Hasta la violencia contra las mujeres, como en la vergonzosa grabación de Access Hollywood, se viste de informar cháchara de gimnasio, se ve como algo tolerable. El “fuck your feelings” de la ultraderecha estadounidense es el insulto nihilista de quien quiere mantener la violencia estructural y ataca a quien la rechaza, tachando su indignación de blandura.
El grimdark se inscribe en esta aceptación pasiva de la violencia. En realidad no es un género particularmente afirmativo. Se asume la violencia general, la corrupción, la violación. No se reacciona ante ello. Se consideran, todas ellas, constitutivas de la naturaleza humana y de las sociedades que puede llegar a creer. Del mismo modo que el sujeto de rendimiento contemporáneo acepta la corrupción, la destrucción del medio ambiente, la mentira política o la violencia, el grimdark asume como natural la violencia que retrata y en la que se recrea. Responde a la crítica con una defensa predecible: solo está llevando la realidad a la fantasía. ¿Qué parte de la realidad, exactamente? ¿Qué forma de ver la realidad? Y lo que es más importante: ¿qué forma de encarar la realidad?
El grimdark traslada a las páginas de la fantasía la aceptación pasiva y nihilista de la violencia. Cuando se combate, cuando se lucha, no se hace desde los valores o la moral: se hace desde el beneficio del mercenario, el desengaño del antihéroe, la obligación del explotado, la credulidad del ingenuo listo para morir o para ver sus ilusiones hechas añicos. Los valores se consideran herramientas, en el mejor de los casos, o molestos lastres, en el peor, del mismo modo que los relatos, las reivindicaciones, se ven como algo superfluo, ingenuo. Medios de protesta legítimos, como la manifestación o la huelga, son descartados en la vida real con el mismo desdén con el que valores afirmativos, como el coraje o la amabilidad, son desdeñados en el grimdark. Se ha trasladado algo a la fantasía, efectivamente.
Hay algo profundamente dócil en todo esto. Una lectura de Debord nos pone sobre aviso con respecto al nihilismo, al desdén frente a los proyectos políticos alternativos, al cinismo del descreído: no son, como podía parecer, construcciones propias. El nihilista que desprecia lo bello, lo valioso, es realmente el menos librepensador. Es el que ha asimilado hasta el tuétano un discurso altamente ideologizado, construido intencionadamente, el pensamiento del capitalismo en su fase avanzada como lo caracteriza Jameson. El cínico desdeñoso es el más bajo de los esclavos, el esclavo doméstico al que señalaba acusador Malcolm X, que ve la casa del esclavista y afirma: “qué casa más bonita tenemos, señor”. El esclavo doméstico al menos celebraba la belleza de la casa colonial. El esclavo doméstico actual se conforma con su miseria, se encoge de hombros ante la injusticia, asume como inevitable la maldad, acusa de idealista, de inocente o de iluso al revolucionario, al constructor de alternativas, al que reivindica, protesta y lucha.
Durante años se acusó al género fantástico de ser una serie de fantasías de poder masculino: conquista, sexualidad normativa, combate, sangre y aventura. En la actualidad, el personaje nihilista y cínico es la proyección contemporánea, la fantasía de poder actual: la del esclavo doméstico ideologizado que se considera distinto por abrazar su nihilismo más que nadie, auto-denominado “lobo solitario” (¡qué expresión tan manida, tan pesada, tan desagradablemente olorosa!), que encuentra acomodo a sus medios en sus fines. El defensor del género literario aquí criticado expondrá que en la fantasía tradicional se revestían los mismos objetivos egoístas de ética rimbombante, lo cual resultaba aún más pernicioso. Aún siendo así (la situación acepta muchos más matices, pero aceptemos la simplificación por mor del argumento), en la actualidad también se viste el egoísmo de otro disfraz, el disfraz que niega ser disfraz, disfraz de no-disfraz: el héroe viste su violencia de moral; el antihéroe grimdark viste su violencia de resignación.
Donde hay violencia, no podía faltar machismo. La mujer no es valorada en cuanto mujer, sino en la medida en que actúa como hombre. Es valorada cuando mata, cuando violenta, cuando agrede, cuando reproduce conductas asociadas a la masculinidad (beber, maldecir), cuando es promiscua. Del mismo modo que una mujer con pantalones es aceptada pero no un hombre con maquillaje, que la mujer adopte elementos típicamente masculinos es positivo, mientras lo femenino sigue siendo rechazado doblemente, por femenino y por inútil en un mundo construido sobre unos cimientos masculinos. La mujer vale como guerrera, madre o prostituta. Hasta la presencia de homosexualidad se salpica en seguida de violencia, de agresividad, como si solo se tolerase al gay híper-masculino.
La violación es un tema sumamente tratado, y el lector interesado en esta cuestión encontrará fácilmente perspectivas feministas muy relevantes a este respecto. La violación queda presentada como habitual. Como inevitable. La violación para provocar la ira del personaje protagonista, que se lanza hacia el villano con celo vengador, en una retorcida y estomagante versión del relato de la doncella en apuros y el caballero de brillante armadura. La violación como parte constitutiva del relato. La banalización de la violencia de la que hablaba Arendt es ahora la banalización de la violación. La mujer como cosa consumible en un mundo de hombres, como objeto a merced de un mundo construido en torno a la cultura de la violación.
Este mundo oscuro, violento y corrupto no se presenta como contexto a cambiar con urgencia, sino como una suerte de eternidad: del mismo modo que se ha perdido la narratividad del tiempo, que ya no hay una teleología, tampoco parece haberla en este sub-género de la fantasía. Por supuesto que la violencia siempre ha formado parte de la historia, pero la aceptación pasiva de la violencia es un invento muy moderno, o fruto de una lectura muy sesgada y muy ideologizada de lo posmoderno. Sin embargo, en estos libros se erige en elemento central de la temporalidad: siempre se ha percibido de la misma manera, y el encogimiento de hombros ante la carnicería se extiende siglos atrás, como se plantea que se seguirá extendiendo siglos en el futuro.
No hay sitio para la utopía, para la alternativa. El grimdark es la inoculación de la derrota en la fantasía, del nihilismo que hace el juego al capitalismo hegemónico, planteando la miseria, el horror y la violencia ni siquiera como la menos mala de las opciones, sino como el único mundo posible. ¿Y esta, la nuestra, es la sociedad descreída que supuestamente rechaza dogmatismos? ¡Pero si ese es el más burdo de los dogmatismos, la más grande de las pastillas ideológicas que nos hemos tragado colectivamente!
La fantasía debe recuperar su condición de alternativa, su apertura, ser horizonte de posibilidades, de opciones, de ideas, de utopías. La fantasía puede y debe introducir la diferencia constructiva, la reivindicación de aquello que merece ser conservado, porque también esta idea miope de que todo debe ser destruido es asumir que es preferible la muerte al cambio; que o esto, o el abismo. La fantasía puede acoger en su seno una infinidad de visiones, de propuestas dadoras de sentido. Puede participar de la verdad. Aceptar pasivamente el mensaje derrotista del nihilismo tardo capitalista es admitir la claudicación de toda posibilidad, aceptar no una realidad dura, sino un relato falaz, mentiroso, interesado y guiado ideológicamente: que el ser humano no es más que un depredador entregado a la competición, la productividad, la amoralidad y la satisfacción inmediata del deseo.
Es importante repetir este punto: no puede definirse como escéptico ante todo relato quien considere verdaderos los planteamientos antes mencionados. Creerlos y construir una visión del mundo a partir de ellos es un relato, de hecho es “el relato”. En las inmejorables palabras de Marina Garcés, hay que hallar la incredulidad dentro de la credulidad. Hay que abrirse a la alteridad, pues en ella se encuentra la alternativa. Hay que plantar cara a un relato que nos hace agachar la cabeza, pues fantasía es posibilidad, y lo que se busca este discurso hegemónico es que renunciemos a toda posibilidad. Si decidimos hacerlo, si damos por perdida toda alternativa, entonces tal vez sí sea ese, y solo ese, el momento de abrazar el más completo de los nihilismos, aceptar la derrota y la nada que la acompaña.

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