miércoles, 28 de noviembre de 2012

Las tierras del trasgo: Grithar


Grithar, por Óscar Pérez. Clic para ampliar.

Durante la travesía gustaba de salir a cubierta, cuando el tiempo le permitía aquel lujo. Lejos, muy lejos, titilaban las luces ambarinas de los faros.

Cuando partió, el navío bañado de alba recibió las caricias del mar con vaivenes tímidos, dejándose lisonjear por sus lametazos. Pero al paso del día, como un amante que ardiese con cada nuevo roce y excitado por la luna temprana, el mar arrojaba furiosos envites, besos de espuma que amenazaban con arrastrar el barco en un abrazo que duraría toda la eternidad. Los truenos y las gotas de lluvia redoblaban sus tambores y barriles, dando música al romance. Dentro de la embarcación, silencio.

Adrik apretó contra el pecho a su hermano pequeño, que se había quedado dormido de tanto escuchar los latidos serenos allí encerrados. Madre, con la sonrisa empapada de sudor, le había llamado Dalen antes de que la vida le abandonase por el cordón umbilical; "Promesa" en la lengua de su tierra. Una promesa para Adrik: abandonar Qoria, donde la única elección para un muchacho era entre el hambre y la muerte, poner rumbo al sur a través de Grithar y no mirar atrás.

Había tardado años en reunir el dinero: segó campos, vendió pieles, limpió cuadras. Cuando le pidieron matar, lo hizo con las manos frías y musitó disculpas entre lloros mientras la sangre se le secaba bajo las uñas. Pero lo había conseguido. A cambio de tres onzas de oro, dos de plata y una de cobre, como era tradición, un mercader les dio la bienvenida a bordo de su barco. "Son esclavos", diría una vez en tierra para explicar la compañía de seis hombres, tres mujeres y tres niños, además de la tripulación, "esclavos para el continente, que los fuertes brazos del norte son tan apreciados como las especias del sur".

Al cuarto día tocaron tierra. Adrik y Dalen escucharon las instrucciones del mercader mientras sentían timbales en cada nervio de sus cuerpos: abandonarían el barco solo cuando él se lo indicase, con las manos atadas y la cabeza gacha. Simular flaqueza no les sería difícil, ya que apenas habían probado el pan durante el viaje, aunque Adrik pensó que quizá le costase contener la sonrisa. Cuando el comerciante se hubo marchado, miró a su hermano.

—¿Estás listo?

Y aquella cabeza, todo ojos y sonrisa apretada, asintió rápido.

Cuando el portón descendió, apenas entró luz. Una cortina de agua se desvió de la cascada que caía del cielo y se estrelló contra ellos como un enjambre. El aire era frío y salino, pero traía promesas en sus húmedas caricias. Más allá del umbral se extendía la negrura de una playa coronada por acantilados, tintada por el fuego de los faros.

Los hombres que rodeaban el barco eran tan siniestros como las tierras que guarecían: ballesteros tocados por capuchas de pico mantenían las armas listas desde los riscos y guerreros de largas melenas cruzaban las lanzas sobre el emblema del cangrejo que vestía sus pechos. En medio, situado ante la abertura que daba acceso al interior del barco, uno de los legendarios guardias de coral. Quizá fuese la capa, la armadura de escamas o el modo en el que resistía estoico los enviones de la tormenta, pero había algo fascinante en su presencia. Adrik tardó en comprobar que los ojos del centinela eran dos enormes cuentas oscuras y cuando lo hizo, se estremeció.

—Fuera del barco —ordenó uno de los guerreros. Obedecieron despacio y cuando el primer cuerpo hubo hundido los pies en la arena, los ballesteros apuntaron al unísono. El miedo interrumpió la marcha de la fila pero Adrik, que la encabezaba, apretó los dientes y avanzó mientras ríos dulces de lluvia se precipitaban por sus facciones. No pasó mucho tiempo hasta que los doce cuerpos maniatados quedaron a la intemperie. Dos hombres de Grithar entraron en la nave y comprobaron que no quedaba nadie. Cerraron la entrada.

Adrik miró hacia atrás para encontrar su mirada con la de Dalen. Lejos, en el mar, una bestia cornuda escupía al cielo con su propia llovizna, como si arrojase un desafío.

—De rodillas —dijo el guardia de coral. Adrik pensó que les robarían las pertenencias, pero no le importaba. Entraría desnudo en Grithar si hacía falta. Ya quedaba poco.

Se disponía a obedecer cuando vio al mercader descargando arcas con sus hombres al otro lado del navío. Estaba afanado en la tarea mientras comprobaba un pergamino, pero durante un instante iluminado por un relámpago, los rostros del comerciante y el falso esclavo se cruzaron. Y bajo aquellas cejas espesas, Adrik vio lástima.

Uno de los guerreros apuntó hacia los niños e hizo una pregunta silenciosa al guerrero cubierto de escamas. Este se apartó un mechón del rostro y murmuró una única palabra.

—De rodillas, todos —repitió.

Adrik gritó antes de echar a correr hacia su hermano, pero el asta de una lanza se le hundió en la boca del estómago.

—No es personal, muchacho —gruñó una cara surcada de viruelas—. Grithar no puede dar de comer a más bocas que las suyas. No es hogar para el espía, el invasor ni el hambriento.

Hombres ataviados con el cangrejo se situaron tras los viajeros, que se miraban confundidos entre ellos. Los niños solo obedecían cuando notaban las manos ásperas de los guardias sobre los hombros.

—Mantened la fila. De rodillas —dijo el de los ojos negros. Adrik sintió cómo le pateaban las piernas hasta que se dobló. Se resistía, así que el siguiente golpe le sacudió la nuca.

—¡Dalen!, ¡Dalen! —bramó mientras hincaban al pequeño en la tierra negra—. ¡Monstruos!, ¡malnacidos!, ¡solo es un niño! ¡Solo es un niño!

La lanza salió limpia por aquel pecho menudo y nueve años de promesas dieron de beber sangre a la arena.

—¡Dalen! —La garganta no podía contener tanto dolor, que se desbordó por su nariz, por sus ojos, por sus pantalones. Gritó hasta quebrar la voz. No tardó en sentir la punta afilada en la espalda.

Y las gotas de lluvia se mezclaron con sus lágrimas y sus últimas palabras.

2 comentarios:

  1. No sé si era tu intención, pero me parece una estupenda alegoría de algo muy real y muy de actualidad, las promesas de una nueva vida convertidas en humo tras un golpe de cruda realidad. Esto lo vivimos hoy día. Sería estupendo que la fantasía, igual que la ciencia ficción, se tuviera también como receptáculo de posturas morales y éticas tanto del autor como de los lectores.

    Saludos!

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  2. Hola!!! veo que te has unido a la iniciativa del blog de Cristina, y como yo también, aquí estoy conociendo y siguiendo otros blogs!!!
    Nos leemos!
    Un beso!

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