lunes, 22 de octubre de 2012

Las tierras del trasgo: Iza


Iza, por Óscar Pérez. Clic para ampliar.

El salón, teñido de bronce por las velas, vibraba con el vuelo de las palabras y el aroma de la carne.

—¡Cuéntanos una de tus historias, Vlad el Viajero! —chilló una voz recién llegada a la madurez desde el fondo de la mesa. Su petición encontró eco en el clamor de los hombres, que golpearon la mesa con los puños para demandar silencio hasta que solo se escuchó el crepitar del fuego bajo los calderos. El rey extendió la mano hacia Vlad el Viajero para cederle la palabra y este se levantó despacio, dejó el tambor con el que gustaba de amenizar las veladas cerca de él y se deslizó los dedos por la barba, como hacía siempre antes de hablar. Cuando hubo terminado de acicalarse cogió el cuerno, bebió largo y alzó la mano libre hacia el techo de la sala.

—Aún hoy me debato al pensar qué fue más difícil, si llegar al corazón de Iza o entender a sus gentes —empezó—. La misma tierra la protege, con muros no de ladrillo sino de montaña: quien quiera adentrarse en ella habrá de ser tan arrojado como el legendario Iksandros o pagar bien, y cuando digo bien quiero decir muy bien, a los guías locales. Y rezar mucho para que no decidan matarte por el camino y quedarse con todo lo que llevas encima. O para no ser emboscado por alguna de las tribus de pastores que moran en las cumbres. Secas, áridas, afiladas, como dentaduras de wyverna puestas a secar al sol, cubiertas por la arena de los años hasta convertirse en picos infranqueables. En verano, el calor hace que tu piel se llene de ampollas; en invierno, la ventisca te la arranca de la carne a jirones.

 —¿Cómo sobreviviste, Vlad el Viajero? —Nadie se hubiese atrevido a sugerir que las peripecias del anciano eran inventadas: por si los recuerdos que traía consigo no bastaban para fulminar el escepticismo, las misivas que recibía la ciudad desde las cuatro esquinas del mundo confirmaba que si en un rincón del continente había seres humanos, estos habían visto a un peregrino de cabellera plateada por sus tierras.

—Pagué a una tribu de la montaña con parte de la plata que llevaba encima. Les dije: «En el interior de la ciudad me espera un amigo, él me dará la otra parte del pago, que será aún más generosa que esta». Así me aseguré de que no me abandonarían a mi suerte. —La estancia rompió en aplausos, encantada por la sagacidad del viajero—. El horizonte no prometía esperanza: solo roca, como olas detenidas en el tiempo. Parecía que en aquella tierra no latía corazón alguno, ya fuese de bestia o de hombre, de animal o de trasgo, así que pregunté sobre el fabuloso ser que mora por los riscos, el leopardo de las nieves.

»Uno de los guías se volvió hacia mí, con su perilla rala y su nariz como un gancho. —Se acercó malencarado a un comensal, que retuvo el bocado entre los carrillos—. "El leopardo es como el rostro de la muerte" —dijo con un elegante siseo, imitando el acento a la perfección—, "si puedes ver sus ojos... significa que ya te ha encontrado". Y volvió la cabeza hacia la ventisca mientras los leopardos afilaban sus uñas en mi imaginación. Por las noches los guías se sentaban en torno al fuego y rezaban, o cantaban, o recitaban, o una mezcla de todo ello, mientras sorbían té. Cuando intentaba hablar con ellos murmuraban algo antes de excusarse, para luego meterse en el catre y esperar sin el menor disimulo que yo hiciese lo mismo. Sé que no me apreciaban, hasta el punto de que cuando llegamos a la ciudad de Saluk levantaron un campamento más allá de sus muros. —Volvió a dirigirse al mismo comensal de antes, que dejó de masticar—. «Si nos engañas, te perseguiremos. Si te perseguimos, te encontraremos. Y si te encontramos, tu sangre dará de beber a nuestros hijos». —Quien le escuchaba tragó entero el bolo de comida, que cayó pesado hasta el estómago.

»Los muros de Saluk son... —Levantó la cabeza con la mirada perdida. Quedó en silencio con el cuello extendido y suspiró despacio—. Son años encerrados en barro cocido, presos en paredes centenarias que han visto nacer y morir naciones a su alrededor. Son testigos que no median palabra con el visitante pero al que, si se acerca mucho, pueden regalarle un sonido que solo ellos atesoran: el latido del tiempo. ¿Podéis oírlo? —Cuando su audiencia contuvo la respiración, golpeó con los dedos el pellejo del tambor, emulando el palpitar de un corazón—. Tan sobrios eran esos muros que cuando vi los leones tallados que custodiaban la entrada, sentí tal reverencia que ante ellos hinqué la rodilla, al borde del llanto, pues supe que así como vieron morir a sus hacedores, nos verán morir a todos los presentes.

»Sin embargo, mayor fue aún mi sorpresa al cruzar las murallas y ver las sencillas joyas que encerraban: en una academia al aire libre, filas de jóvenes escuchaban en silencio al maestro, que les instruía sobre las estrellas... y dejad que os diga una cosa, su toga no era barata. Un palacete flanqueado por torres vigilaba la ciudad desde un alto. Por canales de piedra corría el agua y por sus mercados, el dinero: no eran simples tablones en la calle, sino que el comercio se llevaba a cabo con gran reverencia en una plaza rodeada de columnas blancas.

—¿Era ahí donde estaba tu amigo? —preguntó una voz.

—¿Qué amigo? —contestó el Vlad el Viajero con sorna—. Viajo sin que nadie me espere. Pero tenía que conseguir el dinero, así que al mercado que fui... pues en Iza se vende con facilidad algo que pocas gentes quieren comprar.

—¿Comida? —preguntó una voz.

—¿Vino? —dijo otra.

—Conocimiento —replicó Vlad con cierto orgullo—. Me situé en el centro de la plaza, dejé mis pertrechos en el suelo y hablé en alto del mar y cómo predecir sus vaivenes, de cómo limpiar heridas y de las plantas medicinales, a la vez que desplegaba los mapas cartografiados por mí mismo con las mejores rutas comerciales desde Grithar a Ara: alquimistas, curanderos y mercaderes se agruparon a mi alrededor y pagaron bien. De entre la muchedumbre apareció una mujer vestida de blanco y cargada de mapas: tenía la piel morena, los cabellos en hermosos tirabuzones negros y sus ojos... —Calló un instante—. Sus ojos eran una dulce celda de leche y miel, pues me miró solo una vez, pero cuando los recuerdo sé que sigo encerrado en ellos.

Un bardo pidió la palabra alzando la mano y habló cuidando los ritmos:

—Vlad, turbado y maravillado, sintió admiración al contemplar los muros adornados por leones, ¡pero sintió algo distinto, más vulgar e inapropiado, al notar la resistencia de sus pantalones!

El salón irrumpió en carcajadas como truenos ante la ingeniosa rima. Vlad rio con ganas hasta derramar lágrimas y cuando solicitó continuar su relato, los presentes aporrearon las mesas de nuevo hasta que se hizo el silencio.

—Cuando hube reunido bastante dinero regresé al campamento y entregué lo acordado a los guías. «¿Encontraste a tu amigo?», me preguntaron. A lo que yo respondí: «No. He encontrado algo mejor». Se llamaba Aelena. Bebimos hasta el anochecer y nos amamos hasta el alba. Y mientras comíamos, al día siguiente, aplacado el calor que nos unió, le pedí que me hablase de su tierra, de su historia. Me habló de cómo el general Iksandros llegó hasta la capital de Iza tras conquistar todo a su paso y esperó ante sus muros, desarmado: tras él aguardaban ejércitos de pulido bronce, con las crines de los cascos sucias por el polvo del camino, y a cada lado del conquistador marchaban, majestuosos, sendos leopardos de las nieves. El rey de Iza entendió el significado de aquel encuentro entre hombre y bestias y entregó a Iksandros las llaves de la ciudad. Este se mostró magnánimo en la victoria, tan sabio en el gobierno como en el campo de batalla: respetó las centenarias tradiciones y dejó que la influencia de su imperio plantase su semilla en Iza no mediante la espada, sino a través del comercio, la cultura, las leyes y el respeto que inspiró desde que llegó ante el corazón mismo de la nación habiendo domado a las bestias que todos temen. Por eso el escudo de Iza es, desde que se tiene memoria, dos leopardos de las nieves sobre fondo broncíneo.

—Hay quien dice que Iksandros nunca existió —dijo una voz—. Que es una leyenda, otro de tantos nombres cuyas hazañas se exageran con los siglos.

Vlad sonrió con melancolía.

—Quizá. Pero fuese un mito o un hombre, dejó en Iza un regalo para el continente: un lugar en el que se mezclan el pasado y el presente, lo extinto y lo vivo, el conocimiento de sus ciudades y la brutalidad de sus montañas. Así que propongo brindar —alzó el cuerno, todos le imitaron—, por la leyenda de Iksandros. Que su legado de plazas blancas y mujeres hermosas perdure por los siglos, ¡salud!

El viajero se llevó el cuerno a los labios, pero lo encontró vacío.

—¡Seco!

—¡Vlad está seco!

El escanciador se apresuró en llenar el cuerno y alguien le arrojó un hueso por su tardanza. Los comensales encontraron la escena muy divertida, la música volvió a sonar y los allí convocados retomaron las conversaciones en corrillos.

Vlad se sentó y permaneció callado el resto de la cena, recordando con aire distraído desde el interior de su dulce celda de leche y miel.

3 comentarios:

  1. Muy bueno... quiero más!!! Esperar un mes...uff... largo camino!

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  2. Muy evocador. Enhorabuena. Me ha encantado la amenaza de los guías.

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  3. Muchas gracias a los dos, celebro que os haya gustado. En la presentación del 9 de noviembre os contaré de dónde me vino la inspiración de los guías y sus amenazas. ;)

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