Grithar, por Óscar Pérez. Clic para ampliar.
Durante la travesía gustaba de
salir a cubierta, cuando el tiempo le permitía aquel lujo. Lejos, muy lejos, titilaban
las luces ambarinas de los faros.
Cuando partió, el navío bañado de
alba recibió las caricias del mar con vaivenes tímidos, dejándose lisonjear por
sus lametazos. Pero al paso del día, como un amante que ardiese con cada nuevo
roce y excitado por la luna temprana, el mar arrojaba furiosos envites, besos
de espuma que amenazaban con arrastrar el barco en un abrazo que duraría toda
la eternidad. Los truenos y las gotas de lluvia redoblaban sus tambores y
barriles, dando música al romance. Dentro de la embarcación, silencio.
Adrik apretó contra el pecho a su
hermano pequeño, que se había quedado dormido de tanto escuchar los latidos
serenos allí encerrados. Madre, con la sonrisa empapada de sudor, le había
llamado Dalen antes de que la vida le abandonase por el cordón umbilical;
"Promesa" en la lengua de su tierra. Una promesa para Adrik:
abandonar Qoria, donde la única elección para un muchacho era entre el hambre y
la muerte, poner rumbo al sur a través de Grithar y no mirar atrás.
Había tardado años en reunir el
dinero: segó campos, vendió pieles, limpió cuadras. Cuando le pidieron matar,
lo hizo con las manos frías y musitó disculpas entre lloros mientras la sangre
se le secaba bajo las uñas. Pero lo había conseguido. A cambio de tres onzas de
oro, dos de plata y una de cobre, como era tradición, un mercader les dio la
bienvenida a bordo de su barco. "Son esclavos", diría una vez en
tierra para explicar la compañía de seis hombres, tres mujeres y tres niños, además
de la tripulación, "esclavos para el continente, que los fuertes brazos
del norte son tan apreciados como las especias del sur".
Al cuarto día tocaron tierra.
Adrik y Dalen escucharon las instrucciones del mercader mientras sentían
timbales en cada nervio de sus cuerpos: abandonarían el barco solo cuando él se
lo indicase, con las manos atadas y la cabeza gacha. Simular flaqueza no les
sería difícil, ya que apenas habían probado el pan durante el viaje, aunque
Adrik pensó que quizá le costase contener la sonrisa. Cuando el comerciante se
hubo marchado, miró a su hermano.
—¿Estás listo?
Y aquella cabeza, todo ojos y
sonrisa apretada, asintió rápido.
Cuando el portón descendió,
apenas entró luz. Una cortina de agua se desvió de la cascada que caía del
cielo y se estrelló contra ellos como un enjambre. El aire era frío y salino, pero
traía promesas en sus húmedas caricias. Más allá del umbral se extendía la
negrura de una playa coronada por acantilados, tintada por el fuego de los
faros.
Los hombres que rodeaban el barco
eran tan siniestros como las tierras que guarecían: ballesteros tocados por
capuchas de pico mantenían las armas listas desde los riscos y guerreros de
largas melenas cruzaban las lanzas sobre el emblema del cangrejo que vestía sus
pechos. En medio, situado ante la abertura que daba acceso al interior del
barco, uno de los legendarios guardias de coral. Quizá fuese la capa, la
armadura de escamas o el modo en el que resistía estoico los enviones de la
tormenta, pero había algo fascinante en su presencia. Adrik tardó en comprobar
que los ojos del centinela eran dos enormes cuentas oscuras y cuando lo hizo,
se estremeció.
—Fuera del barco —ordenó uno de
los guerreros. Obedecieron despacio y cuando el primer cuerpo hubo hundido los
pies en la arena, los ballesteros apuntaron al unísono. El miedo interrumpió la
marcha de la fila pero Adrik, que la encabezaba, apretó los dientes y avanzó
mientras ríos dulces de lluvia se precipitaban por sus facciones. No pasó mucho
tiempo hasta que los doce cuerpos maniatados quedaron a la intemperie. Dos
hombres de Grithar entraron en la nave y comprobaron que no quedaba nadie.
Cerraron la entrada.
Adrik miró hacia atrás para
encontrar su mirada con la de Dalen. Lejos, en el mar, una bestia cornuda
escupía al cielo con su propia llovizna, como si arrojase un desafío.
—De rodillas —dijo el guardia de
coral. Adrik pensó que les robarían las pertenencias, pero no le importaba.
Entraría desnudo en Grithar si hacía falta. Ya quedaba poco.
Se disponía a obedecer cuando vio
al mercader descargando arcas con sus hombres al otro lado del navío. Estaba
afanado en la tarea mientras comprobaba un pergamino, pero durante un instante
iluminado por un relámpago, los rostros del comerciante y el falso esclavo se
cruzaron. Y bajo aquellas cejas espesas, Adrik vio lástima.
Uno de los guerreros apuntó hacia
los niños e hizo una pregunta silenciosa al guerrero cubierto de escamas. Este
se apartó un mechón del rostro y murmuró una única palabra.
—De rodillas, todos —repitió.
Adrik gritó antes de echar a
correr hacia su hermano, pero el asta de una lanza se le hundió en la boca del
estómago.
—No es personal, muchacho —gruñó una
cara surcada de viruelas—. Grithar no puede dar de comer a más bocas que las
suyas. No es hogar para el espía, el invasor ni el hambriento.
Hombres ataviados con el cangrejo
se situaron tras los viajeros, que se miraban confundidos entre ellos. Los
niños solo obedecían cuando notaban las manos ásperas de los guardias sobre los
hombros.
—Mantened la fila. De rodillas —dijo
el de los ojos negros. Adrik sintió cómo le pateaban las piernas hasta que se
dobló. Se resistía, así que el siguiente golpe le sacudió la nuca.
—¡Dalen!, ¡Dalen! —bramó mientras
hincaban al pequeño en la tierra negra—. ¡Monstruos!, ¡malnacidos!, ¡solo es un
niño! ¡Solo es un niño!
La lanza salió limpia por aquel
pecho menudo y nueve años de promesas dieron de beber sangre a la arena.
—¡Dalen! —La garganta no podía
contener tanto dolor, que se desbordó por su nariz, por sus ojos, por sus
pantalones. Gritó hasta quebrar la voz. No tardó en sentir la punta afilada en
la espalda.
Y las gotas de lluvia se
mezclaron con sus lágrimas y sus últimas palabras.