Iza, por Óscar Pérez. Clic para ampliar.
El salón, teñido de bronce por
las velas, vibraba con el vuelo de las palabras y el aroma de la carne.
—¡Cuéntanos una de tus historias,
Vlad el Viajero! —chilló una voz recién llegada a la madurez desde el fondo de
la mesa. Su petición encontró eco en el clamor de los hombres, que golpearon la
mesa con los puños para demandar silencio hasta que solo se escuchó el crepitar
del fuego bajo los calderos. El rey extendió la mano hacia Vlad el Viajero para
cederle la palabra y este se levantó despacio, dejó el tambor con el que gustaba
de amenizar las veladas cerca de él y se deslizó los dedos por la barba, como hacía
siempre antes de hablar. Cuando hubo terminado de acicalarse cogió el cuerno,
bebió largo y alzó la mano libre hacia el techo de la sala.
—Aún hoy me debato al pensar qué
fue más difícil, si llegar al corazón de Iza o entender a sus gentes —empezó—. La
misma tierra la protege, con muros no de ladrillo sino de montaña: quien quiera
adentrarse en ella habrá de ser tan arrojado como el legendario Iksandros o
pagar bien, y cuando digo bien quiero decir muy bien, a los guías locales. Y
rezar mucho para que no decidan matarte por el camino y quedarse con todo lo
que llevas encima. O para no ser emboscado por alguna de las tribus de pastores
que moran en las cumbres. Secas, áridas, afiladas, como dentaduras de wyverna
puestas a secar al sol, cubiertas por la arena de los años hasta convertirse en
picos infranqueables. En verano, el calor hace que tu piel se llene de
ampollas; en invierno, la ventisca te la arranca de la carne a jirones.
—¿Cómo sobreviviste, Vlad el Viajero? —Nadie
se hubiese atrevido a sugerir que las peripecias del anciano eran inventadas:
por si los recuerdos que traía consigo no bastaban para fulminar el
escepticismo, las misivas que recibía la ciudad desde las cuatro esquinas del
mundo confirmaba que si en un rincón del continente había seres humanos, estos
habían visto a un peregrino de cabellera plateada por sus tierras.
—Pagué a una tribu de la montaña
con parte de la plata que llevaba encima. Les dije: «En el interior de la ciudad me
espera un amigo, él me dará la otra parte del pago, que será aún más generosa
que esta».
Así me aseguré de que no me abandonarían a mi suerte. —La estancia rompió en
aplausos, encantada por la sagacidad del viajero—. El horizonte no prometía
esperanza: solo roca, como olas detenidas en el tiempo. Parecía que en aquella tierra no latía corazón alguno, ya fuese de
bestia o de hombre, de animal o de trasgo, así que pregunté sobre el fabuloso ser
que mora por los riscos, el leopardo de las nieves.
»Uno de los guías se volvió
hacia mí, con su perilla rala y su nariz como un gancho. —Se acercó
malencarado a un comensal, que retuvo el bocado entre los carrillos—. "El
leopardo es como el rostro de la muerte" —dijo con un elegante siseo,
imitando el acento a la perfección—, "si puedes ver sus ojos... significa que
ya te ha encontrado". Y volvió la cabeza hacia la ventisca mientras los
leopardos afilaban sus uñas en mi imaginación. Por las noches los guías se
sentaban en torno al fuego y rezaban, o cantaban, o recitaban, o una mezcla de
todo ello, mientras sorbían té. Cuando intentaba hablar con ellos murmuraban algo
antes de excusarse, para luego meterse en el catre y esperar sin el menor
disimulo que yo hiciese lo mismo. Sé que no me apreciaban, hasta el punto de
que cuando llegamos a la ciudad de Saluk levantaron un campamento más allá de
sus muros. —Volvió a dirigirse al mismo comensal de antes, que dejó de masticar—.
«Si
nos engañas, te perseguiremos. Si te perseguimos, te encontraremos. Y si te
encontramos, tu sangre dará de beber a nuestros hijos». —Quien le escuchaba tragó
entero el bolo de comida, que cayó pesado hasta el estómago.
»Los muros de Saluk son... —Levantó
la cabeza con la mirada perdida. Quedó en silencio con el cuello extendido y
suspiró despacio—. Son años encerrados en barro cocido, presos en paredes
centenarias que han visto nacer y morir naciones a su alrededor. Son testigos
que no median palabra con el visitante pero al que, si se acerca mucho, pueden
regalarle un sonido que solo ellos atesoran: el latido del tiempo. ¿Podéis
oírlo? —Cuando su audiencia contuvo la respiración, golpeó con los dedos el pellejo
del tambor, emulando el palpitar de un corazón—. Tan sobrios eran esos muros que
cuando vi los leones tallados que custodiaban la entrada, sentí tal reverencia
que ante ellos hinqué la rodilla, al borde del llanto, pues supe que así como vieron
morir a sus hacedores, nos verán morir a todos los presentes.
»Sin embargo, mayor fue aún mi
sorpresa al cruzar las murallas y ver las sencillas joyas que encerraban: en
una academia al aire libre, filas de jóvenes escuchaban en silencio al maestro,
que les instruía sobre las estrellas... y dejad que os diga una cosa, su toga
no era barata. Un palacete flanqueado por torres vigilaba la ciudad desde un
alto. Por canales de piedra corría el agua y por sus mercados, el dinero: no eran
simples tablones en la calle, sino que el comercio se llevaba a cabo con gran
reverencia en una plaza rodeada de columnas blancas.
—¿Era ahí donde estaba tu amigo? —preguntó
una voz.
—¿Qué amigo? —contestó el Vlad el
Viajero con sorna—. Viajo sin que nadie me espere. Pero tenía que conseguir el dinero,
así que al mercado que fui... pues en Iza se vende con facilidad algo que pocas
gentes quieren comprar.
—¿Comida? —preguntó una voz.
—¿Vino? —dijo otra.
—Conocimiento —replicó Vlad con
cierto orgullo—. Me situé en el centro de la plaza, dejé mis pertrechos en el
suelo y hablé en alto del mar y cómo predecir sus vaivenes, de cómo limpiar
heridas y de las plantas medicinales, a la vez que desplegaba los mapas cartografiados
por mí mismo con las mejores rutas comerciales desde Grithar a Ara: alquimistas,
curanderos y mercaderes se agruparon a mi alrededor y pagaron bien. De entre la
muchedumbre apareció una mujer vestida de blanco y cargada de mapas: tenía la piel
morena, los cabellos en hermosos tirabuzones negros y sus ojos... —Calló un
instante—. Sus ojos eran una dulce celda de leche y miel, pues me miró solo una vez,
pero cuando los recuerdo sé que sigo encerrado en ellos.
Un bardo pidió la palabra alzando
la mano y habló cuidando los ritmos:
—Vlad, turbado y maravillado,
sintió admiración al contemplar los muros adornados por leones, ¡pero sintió
algo distinto, más vulgar e inapropiado, al notar la resistencia de sus
pantalones!
El salón irrumpió en carcajadas
como truenos ante la ingeniosa rima. Vlad rio con ganas hasta derramar lágrimas
y cuando solicitó continuar su relato, los presentes aporrearon las mesas de
nuevo hasta que se hizo el silencio.
—Cuando hube reunido bastante dinero
regresé al campamento y entregué lo acordado a los guías. «¿Encontraste
a tu amigo?»,
me preguntaron. A lo que yo respondí: «No. He encontrado algo mejor».
Se llamaba Aelena. Bebimos hasta el anochecer y nos amamos hasta el alba. Y
mientras comíamos, al día siguiente, aplacado el calor que nos unió, le pedí
que me hablase de su tierra, de su historia. Me habló de cómo el general
Iksandros llegó hasta la capital de Iza tras conquistar todo a su paso y esperó
ante sus muros, desarmado: tras él aguardaban ejércitos de pulido bronce, con
las crines de los cascos sucias por el polvo del camino, y a cada lado del
conquistador marchaban, majestuosos, sendos leopardos de las nieves. El rey de
Iza entendió el significado de aquel encuentro entre hombre y bestias y entregó
a Iksandros las llaves de la ciudad. Este se mostró magnánimo en la victoria,
tan sabio en el gobierno como en el campo de batalla: respetó las centenarias tradiciones
y dejó que la influencia de su imperio plantase su semilla en Iza no mediante
la espada, sino a través del comercio, la cultura, las leyes y el respeto que
inspiró desde que llegó ante el corazón mismo de la nación habiendo domado a
las bestias que todos temen. Por eso el escudo de Iza es, desde que se tiene
memoria, dos leopardos de las nieves sobre fondo broncíneo.
—Hay quien dice que Iksandros
nunca existió —dijo una voz—. Que es una leyenda, otro de tantos nombres cuyas
hazañas se exageran con los siglos.
Vlad sonrió con melancolía.
—Quizá. Pero fuese un mito o un
hombre, dejó en Iza un regalo para el continente: un lugar en el que se mezclan
el pasado y el presente, lo extinto y lo vivo, el conocimiento de sus ciudades y
la brutalidad de sus montañas. Así que propongo brindar —alzó el cuerno, todos
le imitaron—, por la leyenda de Iksandros. Que su legado de plazas blancas y
mujeres hermosas perdure por los siglos, ¡salud!
El viajero se llevó el cuerno a
los labios, pero lo encontró vacío.
—¡Seco!
—¡Vlad está seco!
El escanciador se apresuró en
llenar el cuerno y alguien le arrojó un hueso por su tardanza. Los comensales
encontraron la escena muy divertida, la música volvió a sonar y los allí
convocados retomaron las conversaciones en corrillos.
Vlad se sentó y permaneció
callado el resto de la cena, recordando con aire distraído desde el interior de
su dulce celda de leche y miel.